Comentario
Es a partir de la mitad del siglo XII cuando, según los datos que poseemos, podemos situar el comienzo de la fase de esplendor del esmalte español. Sin embargo, el desconocimiento del período anterior es casi absoluto. Prácticamente la totalidad de las obras referenciadas ha desaparecido y alguna que se ha conservado hasta fecha reciente, como la arqueta relicario de San Valero en Roda de Isábena (Huesca), robada en 1979, parece estar vinculada al taller del Abad Bonifacio, en Conques (1115-1130). De este modo, establecer los antecedentes directos de la esmaltería románica española resulta bastante complejo. Sabemos de la existencia de un taller de orfebrería y esmaltería ubicado en el Castillo de Gauzón, que produjo obras tan importantes como la Cruz de la Victoria en el año 908, adornada originalmente con veintiocho plaquitas de esmalte.
Las piezas desaparecidas probablemente podrían sernos de una ayuda inestimable a la hora de delimitar centros y experiencias conducentes al cambio de técnicas. Del mismo modo, las relaciones con el otro lado de los Pirineos y el hecho de que este tipo de obras sea fácilmente transportable, se convierten en factores determinantes. Probablemente uno de los núcleos importantes estuvo en Cataluña ya en el siglo XI, coincidiendo con el desarrollo que alcanza aquí el primer románico. A él corresponderían unas pequeñas piezas de forma rectangular, huecas, cuya función es difícil de precisar. Tal vez formaran parte de algún correaje o de una vaina de espada. La que se conserva en el Museo Episcopal de Vic (Barcelona), de 35 mm de alto x 30 mm de ancho x 20 mm de espesor, y la del Instituto Valencia de Don Juan, de 11 mm de alto x 24 mm de ancho x 7 mm de espesor, están decoradas con esmaltes alveolados formando motivos vegetales en color verde y turquesa en el primer caso, y blanco, negro y rojo en el segundo.
Por estas y otras razones, hasta fechas muy recientes Limoges se consideraba el centro del esmalte en el período que nos ocupa, asignando a sus talleres obras básicas del ámbito hispano. Ya en 1909, E. de Leguina apunta el posible origen español de los esmaltes de Silos, Burgos y Aralar. Hildburgh, en 1936, da cuerpo a la tesis hispanista, definiendo el grupo de Silos. En esta línea insiste, en 1941, Gómez Moreno buscando la esencia española más en el sentido artístico que técnico. Los estudios más recientes sobre esta cuestión corresponden a M.M. Gauthier, durante los últimos años.
No obstante, la influencia de Limoges fue decisiva, debido sobre todo a la enorme difusión que tuvieron sus obras, cuya demanda condujo paulatinamente a una industrialización de las mismas. Entre sus características específicas hay que resaltar el empleo del azul obtenido a partir del óxido de cobalto, en cuanto a la coloración. Los fondos, a veces, se reservan y entonces el motivo del vermiculado se extiende por ellos, rodeando a las figuras, y, otras veces, se esmaltan decorándose con discos, rosetas, etc. En este último caso las figuras quedan en reserva o se aplican en relieve.
Numerosos fueron los centros que practicaron el esmalte a la manera lemosina a lo largo del siglo XII y hasta bien entrada la centuria siguiente. España no fue una excepción y testimonio de ello son algunas obras salidas de sus talleres. A Cataluña hay que asignar un incensario del Museu d'Art de Catalunya, correspondiente al segundo cuarto del siglo XII. Está decorado con ocho medallones entre follajes y motivos geométricos, cuyo tema central lo constituyen unos pájaros afrontados.
A principios del siglo XIII corresponde el denominado Misal de San Ruf en el Archivo Capitular de Tortosa. Está formado por dos piezas que incluyen el tema de la Majestad de Cristo y la Crucifixión cósmica con la Virgen y San Juan. Ambas recubren el manuscrito llevado a Tortosa por el obispo Geoffrey (1151-1165), procedente de la Abadía de San Ruf, cerca de Avignon, y son probablemente obra de taller local.
Mezcla de escultura, orfebrería y esmalte son las imágenes sedentes de la Virgen con el Niño, a veces utilizadas también como relicarios, que gozaron de gran popularidad, gracias a la difusión del culto mariano. Su producción, centrada en el siglo XII, perduró a lo largo del siglo XIII. Están labradas en metal y, a veces, llevan alma de madera. Vinieron a sustituir a las estatuas de oro guarnecidas de pedrería, al uso bizantino, demasiado costosas. Buenos ejemplos tenemos en la Virgen de la Vega de Salamanca; Nuestra Señora de Jerusalén, patrona de Artajona (Navarra); la Virgen de los Husillos (Palencia) o la Virgen del convento de Santa Clara en Huesca.
Obra especialmente significativa, por la magnitud que debió de tener originariamente, es el llamado frontal del Museo Diocesano de Orense. Al desconocerse su disposición primitiva, se han sugerido diversas hipótesis, considerándose frontal, retablo o incluso un arca que contuviera las reliquias de San Martín.
Se conservan un total de cincuenta y tres piezas de cobre dorado y esmaltado, cuya ejecución corresponde ya a los primeros años del siglo XIII. El conjunto de placas de menor tamaño presenta gran variedad de formas. Unas ovales o en semicírculo alojan figuras de ángeles, de medio cuerpo, en reserva, encerradas en medallones, saliendo de unas nubes, sobre un fondo de tallos y florones. Otras, más pequeñas, rectangulares o curvadas, presentan temas meramente ornamentales, con discos y motivos vegetales. Completan este grupo seis arquerías y una de las columnas que servirían de encuadramiento, así como una serie de remates en forma de torrecillas. A éstas hay que añadir las de mayor entidad que muestran a la Virgen con cetro, Apóstoles y Santos, con sus respectivos nombres y tres de los símbolos de los Evangelistas.
Las figuras, de modelado torpe, fundidas aparte, con escaso volumen y actitud frontal, visten generalmente con túnica y manto. Suelen llevar un libro entre sus manos, mientras sus deformes pies cuelgan sin apoyo de subpedáneo o simulado en la placa de base. Sus rostros, inexpresivos, de formas redondeadas, pómulos salientes, nariz gruesa y cejas unidas que albergan unos ojos saltones e incrustados, están enmarcados por el cabello que, generalmente, partiendo del centro se dispone a ambos lados. Estas figuras se aplican sobre la plancha de base esmalteada en azul cobalto. Sobre el fondo azul, salpicado de follajes, hojas, florones y discos, destacan habitualmente tres bandas horizontales. En la superior se aloja, comúnmente, el nombre, y en las otras, de color azul claro, unos caracteres quieren recordar trazos cúficos. Una bordura de ondas sirve de encuadramiento.
De entre todas las placas hay que llamar la atención sobre la que representa a San Martín y un tal Alfonso. Incluye dos figuras con una mayor complejidad compositiva y cierta movilidad. San Martín, de pie, con el cuerpo ligeramente girado, sostiene en su brazo izquierdo un libro, mientras pone su mano derecha sobre la cabeza de Alfonso. Este, en actitud de arrodillarse, agacha su cabeza y extiende sus manos. Los personajes muestran sus nombres en sendas inscripciones: S. MAR-TI y S. ALFON-SO ARERIR? o AREKD? Este último se identificó como hijo de Santa Pacomia, posible comitente y muy devoto de San Martín, a quien estuvo dedicada la catedral, fundada en el siglo XII.i. En una reciente hipótesis se le supone el obispo D. Alfonso II, que ocupó la sede de Orense entre 1174 y 1213, manteniéndose su condición de donante.